Leonor Pardo construyó, sin tener intención, un exótico patio en el pueblo San Francisco de Sales.
Cientos de colibríes baten las alas al tiempo, sin que se escuche el golpeteo constante del plumaje contra el cuerpo. La única algarabía es la de su canto, que en solitario es difícil de detectar, pero en grupo se asemeja a un corral de polluelos piando, pero más suave, más discreto.
Aunque no tienen sentido del olfato, estas aves, las más pequeñas del mundo, detectan el jardín de Leonor Pardo, en San Francisco de Sales, a 47 kilómetros de Bogotá, para alimentarse de los bebederos rebosantes de néctar preparados por la dueña de tan extraña atracción.
Hace 26 años Leonor dejó su empleo en Bogotá, para buscar una vida más tranquila, en este municipio. “Y la encontré; quería paz y naturaleza, y aquí está”. Empezó con un bebedero en el jardín de apenas 17 metros cuadrados, en una casa a la que bautizó La Tortuguita.
Poco a poco llegaron los colibríes –27 especies de las 180 que hay en Colombia– y al primer bebedero lo siguió otro, y otro, y otro, hasta llegar a los 40. Sin querer, su casa se convirtió en punto turístico famoso entre ornitólogos y observadores de aves.
“Supe que no podía quedarme con esto solo para mí cuando una vez vino un ornitólogo a visitarme y me dijo: ‘Señora, usted no sabe lo que tiene’. Y era verdad, no me lo imaginaba”, cuenta Leonor. Así que abrió las puertas de su casa hace 8 años para compartir el espectáculo.
Rutina y consagración
A las 4 a .m. empieza la faena. Con un bulto de azúcar orgánico y agua, Leonor prepara el nutritivo y energético néctar del que beben los colibríes y otras 40 especies de aves que la visitan a diario. Después baja los bebederos, uno por uno, para desinfectarlos. Este trabajo diario le cuesta 3 millones de pesos mensuales.
Con cámaras en mano, turistas e investigadores llegan a San Francisco, un pueblo pequeño que cautiva por las montañas voluptuosas y la naturaleza que lo rodean.
Doce mil pesos vale pasar dos horas contemplando a estos animalitos que beben el néctar, se posan en las ramas de los árboles y se pelean por un buen lugar en el bebedero. De vez en cuando se ven aves de rapiña merodeando en el jardín.
“He aprendido mucho de los ornitólogos –cuenta Leonor–. Yo a veces les puedo enseñar algo sobre la conducta en los bebederos, pero de ellos aprendí sobre las especies y el género. Me han enseñado a amarlos más”.
Describe a los colibríes como seres mágicos, territoriales y agresivos entre sí. De hecho, el de peor carácter es el colibrí más pequeño de todos los que la visitan: el Chaetocercus heliodor. Aunque no mide más de 7 centímetros, sin temor se aproxima a otros más grandes y los embiste con el pecho hinchado, para apropiarse del néctar. Solo aves de otras especies se le imponen.
Ella sabe todo esto de tanto observarlos, junto a su madre. Disfrutan el exótico patio, al que bautizaron Jardín Encantado desde que abrieron sus puertas. No hay fines de semana, ni festivos, ni Semana Santa. Juntas aceptan el trabajo, no con estoicismo, sino entendiendo el privilegio que les ha dado la visita de estas aves que, de otra manera, serían difíciles de fotografiar o encontrar en estado silvestre.
http://www.eltiempo.com/bogota/el-jardin-que-encanta-a-los-colibries-a-47-kilometros-de-bogota/13840765